Un acercamiento al mundo de Twin Peaks ( Temporada 3. Primera parte)

The Return (o el registro progresivo de un hermoso desconcierto)

El triunfo del Doppelganger Capítulos 1 y 2

El principio de la nueva temporada retoma la historia (si es que puede usarse esta convención) en el punto en donde habíamos quedado:  al final de la serie a comienzos de los noventa, en el vigésimo noveno episodio, Dale Cooper encuentra la entrada de la intraducible Black Lodge, llega a un espacio que de hecho ya había visto en sus sueños, no una habitación negra, sino roja, donde parecen estar para toda la eternidad un enano enigmático, un gigante tutelar (que ya se le había manifestado en sus sueños), la misma Laura, más algunas personas del mundo real (a menos que sean sus dobles). Cooper ha penetrado allí para salvar de las fuerzas de las tinieblas a la mujer que ama, AnnieBlackburne. Sale vivo, pero transformado, quizá poseído a su vez por Bob o por su doble malvado. La interrupción de la serie, en principio definitiva, nos dejaba con la intriga. Ahora, las primeras imágenes nos devuelven a la pesadilla de cortinas rojas para recordarnos ese encuentro; luego, algunos planos fugaces que remiten a esos años, para terminar con el ya clásico travelling al cuadro de Laura. Suena la música, comienza Twin Peaks, estamos en familia. Pero solo por unos minutos.

Dicen que no hay nada como volver a casa. Sin embargo, más que una bienvenida al mundo de la serie que dejamos, es un nuevo paseo por las obsesiones de uno de los cineastas más originales y radicales del siglo XX. La nueva temporada de Twin Peaks filtra televidentes descaradamente y es impensable para los seguidores voraces de argumentos y tramas con recetas narrativas al estilo de las series actuales. Pero también expulsa la idea de una nostalgia acomodaticia. Lynch sabe que esos mismos personajes encerrados en un entorno idílico como siniestro no son posibles dentro de los parámetros de la actualidad y que ahora, con total libertad creativa, puede dar forma a un universo que jamás se entrega a las fórmulas  adictivas y empáticas que rigen el mercado de las series. Su jugada maestra es el triunfo del Doppelganger: el Cooper que dejamos no es el mismo que vemos, una especie de texano con movimientos de Terminator que ha quedado en el mundo para hacer maldades cual asesino profesional. Si se quiere una versión más de la América profunda.

 Los personajes vinculados con las viejas temporadas demuestran en sus breves apariciones que el tiempo ha transcurrido inexorablemente y que es imposible ofrecer una performance como la de aquellos años. Sus rostros y sus cuerpos gastados apenas intentan repetir ciertos modismos y tonos (Andy, Ben, Lucy, Hawk), y el caso más representativo es la emocionante aparición de la dama del leño (una Catherine E. Coulson visiblemente enferma, a quien será dedicado el primer capítulo en los créditos finales) cuyos presagios ya no gozan de la fuerza de antes. Ellos, y Lynch más que nadie, son conscientes de que funcionan como (a)efectos residuales porque ahora la cosa va por otro lado. Solo James y Shelly, hacia el final, en un rescate del bar de motoqueros melancólicos, ahora devenido en un clima de marcha, parecen iluminar el ambiente opresivo de este primer episodio. Sus poses, junto con sus hijos, irradian otra energía que queda abierta a futuro.

Desde el punto de vista del argumento propiamente dicho, el desvío también va por el lado de nuestra atención hacia la ilusión de un conflicto central. Somos convocados a un rearmado diferente. La trama está hecha para estallar en pedazos una lógica narrativa lineal aunque eso no quiere decir que sea una colección de fragmentos. Posee una imaginería precisa a través de analogías, duplicidades y conexiones poéticas que sin duda iremos descubriendo con el transcurrir de los capítulos. Pulverizar el relato significa inscribirlo en la sintaxis de los sueños, uno de los ejes centrales de la obra lyncheana. Estas alteraciones narrativas que desafían el orden lógico de causa y consecuencia generan un desconcierto si uno se atiene a interpretaciones apresuradas. Siempre habrá una distancia entre la simplicidad de las sinopsis argumentales previamente presentadas y la forma en que se plasman los hechos en la pantalla. En buena parte de sus historias, los encadenamientos de causa/efecto son presentados como misteriosos. La vida es para Lynch un montaje eléctrico; el mundo entonces será una serie de vasos comunicantes en el que una sustancia total busca expandirse (como un hecho en las tramas escapa a la linealidad). Uno siente en sus filmes la necesidad de no contar más que lo que en ellos se ve o se oye, sin extrapolar significados, porque cuando entramos en la lógica racional explicativas corremos el riesgo de perdernos.

Uno de los primeros simbronazos es romper el cerco de la unidad espacial y proponer situaciones macabras que suceden en otros lugares. Hay por allí un extraño proyecto del que no sabemos mucho pero que involucra a un pibe mirando una estructura de cristal que parece un aleph y del cual sospechamos se trate de una de las tantas maquinarias lyncheanas que gobiernan por los bordes de la realidad (al igual que en El camino de los sueños, las comunicaciones telefónicas instauraban otro orden por detrás); también un horrendo crimen en el que el cadáver de un hombre aparece con la cabeza de una mujer, en una de las primeras referencias pictóricas que tanto le gusta incluir al director (otra será autorrefrencial; el brazo del manco es en esta oportunidad muy parecido a ciertos cuadros de Lynch, pero sobre todo al engendro de Eraserhead, su primer largometraje). A su vez, el acusado es un director de escuela que, en principio, parece padecer de los mismos síntomas de Leland. Algunas líneas de diálogos con su mujer ya instalan ese humor característico, solapado, de la serie original. Cuando lo detiene su amigo y detective (un calco del Jean Gabin de Grisbi de Jacques Becker, una de los primeros guiños cinematográficos que desfilarán seguramente durante esta tercera temporada), la mujer le dice “pero hoy tenemos gente a cenar.

El sueño americano desarticulado deviene pesadilla (recordar el comienzo de Terciopelo azul) “Soy originario de Montana, en la verdadera América profunda!” Por eso sus filmes invitan a internarse en esa dimensión subterránea del sueño americano, sea en sus apariencias de pueblos idílicos o en su sistema de estrellas. Una vez descubierto el mecanismo del horror ya nada detendrá su marcha, la superficie misma del mundo revelará su lado oscuro, las fuerzas diabólicas que encubre bajo su apariencia. En el derrotero del Cooper malo, aparecen personajes al borde de la civilización, iluminados según el infierno encantador de tonalidades rojas y marrones, entre veladores inertes e intermitencias lumínicas.

Sospecho que la continuidad de la serie develará también nuestro propio doble y dejará al espectador que fuimos en los noventa, encerrado entre cortinas rojas; es el triunfo del doppelganger.

Los rostros de Cooper. Capítulo 2

Si la carta de presentación de Lynch en los dos primeros episodios se caracterizó por desconcertar, el tercero apuesta por una radicalidad que parece no tener retorno. El rostro de Laura en la foto apenas se asoma para quedar perdido en la niebla, una apertura donde las imágenes mantienen el espíritu descendente de la serie en los noventa mientras suena el tema principal de Badalamenti.La brevedad tal vez obedezca al imperativo de obviar cualquier rango nostálgico. Por ello, de la delicadeza de esa música pasamos a un infierno sonoro de ruidos que acompañan la supuesta caída de Cooper luego de haberse mantenido veinticinco años en el limbo de la habitación roja. Lynch elige una vez más como fondo un cielo estrellado. Un aspecto crucial para que se produzcan estas variantes son los pasadizos que conectan lo real con lo imaginario. Generalmente aparecen mostrados a partir de efectos visuales o sonoros que funcionan como vasos comunicantes y en esta densa y alucinante secuencia se luce a sus anchas. Además, lo onírico también será parte de ese imaginario. En Eraserhead, Henry tenía un sueño en el que el radiador de la calefacción central de su habitación se iluminaba y mostraba un teatro en miniatura cuyo artista es una pequeña mujercita de mejillas extrañamente hinchadas; aquí Cooper aterriza (en un segmento surrealista) a un lugar cuya morada fachada remite a esos momentos originarios de su filmografía (en este caso similar a la estética de pintores como Chirico). El otrora simpático agente se ve envuelto en un extraño aposento en el que se encuentra con una mujer sin ojos y que intenta comunicarle algo mientras suenan golpes contra una puerta. Cooper se acerca hacia un lugar que se conecta con la máquina que vimos en el piloto, pero no sabemos bien qué pasa y tampoco hay necesidad de decodificar, ya que la lógica de la escena se basa en reproducir en pantalla un sentido pictórico con total libertad y en hacer explotar sonidos que atraviesan de lado a lado lo que vemos. Muy al estilo de Inland Empire, las imágenes transcurren a una velocidad diferente, como si estuvieran representando el transcurrir temporal de un disco de pasta (recordar las primeras señales de ese film). Al respecto, el mismo realizador dijo alguna vez “Siempre hay que estar a la escucha de lo que pasa en la vida de todos los días.” Y a las ideas no hay por qué verbalizarlas, lo que hace falta es traducirlas al lenguaje cinematográfico pues tienen una potencia intrínseca y vienen en cualquier momento, “son los sueños que tienes despierto los que son importantes, los que llegan cuando estoy tranquilamente sentado.” De ahí procede una concepción del autor de cine como una especie de tamiz, abierto y disponible para las ideas que la serie (deudora de una naturaleza cinética en un cien por ciento) ofrece. “Un director de cine opera de la misma manera que un filtro: todo pasa a través tuyo y todo toma forma gracias a ti.” Y en este proceso creativo, es preferible no caer en interpretaciones necesariamente psicoanalíticas: “Es mejor no saber lo que significan ciertas cosas, o cómo deberían ser interpretadas. El temor nos impediría que continuasen sucediendo. La psicología destruye el misterio, su cualidad mágica.” El cine es para David Lynch una puerta abierta al misterio al inconsciente y, por su mismo carácter alucinatorio, es capaz de expresarlo.

Y si metáforas, alegorías, alusiones y referencias de todo tipo son parte esencial de la escritura fílmica de Lynch, esta práctica la lleva al paroxismo en esta tercera temporada donde comienzan a surgir indicios que son posibles llaves a puertas que no sabremos si abrirán alguna vez. Un ejemplo es la enorme cabeza (otra vez Eraserhead) del director de escuela acusado de doble homicidio nadando por la superficie de estrellas y sus palabras “Rosa azul”. El resto es una conjunción de cabos sueltos, visuales y sonoros, que concluyen con un travelling hacia la boca de la máquina y el paso a una ruta bajo un día soleado. Del infierno a la tierra, sin que nunca tengamos en claro cuál es cuál. Un auto es conducido por la versión doppelgänger de Cooper, con su apariencia de Bob (personaje que interpretaba el fallecido Frank Silva). Lynch alterna los espacios y las dos versiones del personaje, uno que intenta salir y otro que se niega a volver. Mientras poderosas náuseas afectan al malo, el bueno escucha frases sueltas de una mujer vestida de rojo que le anuncia que “ya va a estar ahí”. Entonces, una especie de descarga eléctrica eyectada por la máquina sacude a Cooper y se lo traga. Los dos cuerpos son alterados y cada uno lo sufre a su modo. Un inevitable vómito saldrá sin pudor del Cooper malo. Esta situación no apta para estómagos sensibles no hace más que confirmar el extravagante ideal de belleza de Lynch (en un documental sobre su figura se lo escucha decir cómo le atrae la descomposición de la carne, de los quesos, y cómo los integra a sus pinturas). Las texturas adquieren un significado muy especial: representan al conjunto de aportaciones plásticas y sonoras que se dirigen a nuestros sentidos, más que a nuestra mente. No aportan nada esencial a la trama, pero crean una atmósfera, acompañadas de la banda sonora. El terciopelo, el plástico, la madera, los vómitos, el humo y la rugosa superficie de una piel enferma son ejemplos recurrentes. También el peinado de Henry en Eraserhead, la chaqueta de Sailor en Wild at Heart, la catarata y los bosques de Twin Peaks, las paredes del apartamento de Lost Highway, la alfombra de El camino de los sueños o las cortinas de Inland Empire. Todas ellas construyen en nuestro inconsciente un clima sensorial.

Si estos primeros veinte minutos se proponen como una bomba de fragmentación narrativa acompañada por una pared de efectos sonoros, el desconcierto aumenta cuando aparece una versión más de Cooper (o al menos con su rostro). Se trata de un texano llamado Dougie que acaba de tener relaciones con una hermosa morena. El tipo tiene ese perfil de la “América profunda” tan cara al director, que transita lo bizarro como rasgo principal (ver el saco que lleva). Un profundo malestar del personaje se suma al del otro, pero, será la vía de acceso posible para que el Cooper bueno regrese al mundo por un toma corriente (¡!) Una alternancia de planos comunica el malestar de ambos personajes, el del departamento y el del auto. Este último se tapa la boca y tal vez eso haya provocado que el cordero sacrificado para que retorne la criatura sea el tal Dougie, quien finalmente es reemplazado por un Cooper vestido de traje y va a parar a la habitación roja. Allí, confundido, se enfrenta al manco y ciertos objetos como un gran anillo verde simulan dejar alguna señal perdida en el espacio de la vana interpretación. Claro está, todo permanece en el terreno de las conjeturas, pero sospecho que Lynch recurrirá a la parodia del héroe contra el villano (los modelos de héroes que propone en Wild at Heart con Sailor y Lula funcionan como una parodia de los estereotipos de actuaciones americanas en infinidad de películas de género. Lula es una mujer-niña; Sailor tiene el pelo teñido a lo Elvis, chaqueta como Marlon Brando y ambos son deudores de Bonnie & Clyde. Por otro lado, el villano, Bobby peru es una especie de ángel negro de Clark Gable. La ilusa pareja muestra una vinculación clase con la cultura popular. Las canciones y referencias son antídotos para escapar a una realidad. También  Frank Booth rugiendo en la casa por la noche es parecido al Robert Mitchum de La noche del cazador, y el voyeurismo de Jeffrey es deudor de La ventana indiscreta (la gran película acústica de los años cincuenta en una época donde el sonido se limitaba a los diálogos a los acompañamientos musicales; también el hombre de la cafetería de El camino de los sueños va hacia el fondo del callejón como Stewart en El hombre que sabía demasiado.)

La segunda parte del episodio mantiene la confusión pero la traslada al propio Cooper, desorientado, como si hubiera perdido la capacidad del lenguaje en la nebulosa temporal en la que se mantuvo. Conducido por la morena en su auto, mira y repite palabras. Cuando saca la llave del bolsillo y vemos que es la de su habitación en el Gran Hotel del Norte de Twin Peaks (que le quedara de entonces), advertimos el primer eslabón de una extensa secuencia donde la comedia solapada y sardónica domina el terreno. En efecto, esta díscola versión de Cooper es depositada en un casino y se produce allí un extenso gag a través del cual lo vemos ganar reiteradamente en las máquinas tragamonedas a partir de una icónica y diminuta versión de la habitación roja que lo guía y al grito previo de “Hola” (hay que decir que en el medio Lynch inserta dos breves momentos con personajes ya conocidos en la oficina del sheriff, ahora conducida por su primo y por Hawk, y un insert del Doctor Jacoby quien tiene la extraña manía de pintar y colgar palas en perfecta simetría). Se trata de un homenaje más al género (ya Andy lo hacía con su estampa a lo Stan Laurel) en el que vemos al engominado detective caminar cual un ciego, con un rostro imperturbable (Buster Keaton). Lynch extiende la duración y por supuesto enrarece inmediatamente el efecto cómico.

El tramo final nos conduce a las oficinas del FBI en Filadelfia donde dos entrañables personajes retornan a escena: Gordon Cole y Albert (un Mel Ferrer visiblemente deteriorado, otra expresión del paso del tiempo, pero con una enfermedad que provocaría su muerte pocos meses más tarde). Allí reciben noticias de que Cooper ha sido arrestado (el doppelganger), hecho que los conmociona y al cual van a enfrentarse. Corte. El cierre del episodio (que parece será una constante) da lugar a otra banda (estilo Elvis pasada por la licuadora de Chris Isaak) tocando en el Bang Bang Bar mientras los créditos desfilan por pantalla. El corte para volver a la realidad es tan abrupto como el montaje muchas veces empleado por el director. Silencio. No hay banda.

Juegos familiares. Capítulos 4 y 5

Los capítulos 4 y 5 de esta tercera temporada de Twin Peaks confirman un movimiento pendular que Lynch maneja a la perfección. Por un lado, marcar el territorio personal y expresivo lejos de un halo nostálgico, más cercano a la pesadilla de la película Fire Walk With Me (1992) y especialmente a las escenas perdidas que pudieron conocerse luego (además del tono críptico y de los contrastes abundantes en toda su obra); por otro, dosificar la aparición de los personajes originales para que no perdamos de vista que siempre es posible regresar a casa a pesar del paso inexorable del tiempo. Esto, siempre inmerso en una bomba fragmentada de líneas narrativas en las que el montaje por omisión hace una vez más de las suyas.

Y por supuesto, está Cooper. Los dos capítulos dedican un considerable segmento al extraviado detective que se acomoda nuevamente al mundo como si fuera una especie de E.T. Es notable el despliegue actoral de McLachlan con sus poses de asombro, ganando en las máquinas tragamonedas, repitiendo palabras e imitando gestos. Parece concentrar Lynch en esta versión un homenaje a varios momentos y personajes de la comedia, no solo por el ridículo traje verde que lleva (su nueva marca distintiva) sino por la manera en que ocupa los espacios (véase la escena del ascensor atestado de gente como si fuera una escena de los Hermanos Marx) y convive con los objetos (Tati, Jerry Lewis), o por el rostro inmutable (Keaton). No tienen desperdicio tampoco esos momentos en que es zamarreado por su mujer, o sigue los vasos de café al estilo de un perro faldero y redescubre palabras como “agente”, signos que lo retrotraen al paraíso perdido. Lynch estira esta situación de manera tal que la comicidad también dé lugar al drama de no poder salir de ese limbo kafkiano que ya empieza a provocar angustia en los mismos espectadores, ansiosos por ver ese instante en el que Cooper tome la grabadora y se dirija a Diane, hecho poco probable. En todo caso, quien por ahora parece acercarse a esa situación es el querido sheriff Harry Truman, fuera de campo y en contacto con su primo, quien ha tomado las riendas en la comisaría y oficia como interlocutor permanente. Es uno de los varios signos de reminiscencia que Lynch coloca en estos episodios donde pequeñas dosis nos conectan con la serie original y confirman (al menos por el momento) que: Bob sigue en el cuerpo del Cooper malo (magnífica escena frente al espejo; posteriormente lo vemos haciendo una llamada que hace saltar las alarmas, situación que hace recordar al personaje de David Bowie en la película homónima y sus conexiones con una misteriosa caja en Buenos Aires que  se retoma en esta temporada), Shelly continúa trabajando con Norma, el doctor Jacoby vende desde su refugio las palas que prepara con tanto empeño, Nadine está viva y mira las publicidades del psiquiatra, Lucy no pierde la manía por dar detalles telefónicos y ha quedado anclada en la época en la que los celulares no existían, entre otras referencias que conectan con una lógica temporal y espacial que, con sus diferencias, parecen devolvernos residualmente al idílico pueblo de abetos. De la galería anterior cabe destacar la aparición de Bobby en su nueva civilizada versión de hombre de ley que no puede evitar emocionarse ante la foto y los objetos personales de Laura Palmer, desplegados sobre la mesa (¿un recordatorio de Andy llorando ante el cadáver envuelto en plástico?) y las señales del coronel Garland Briggs que aún continúan decodificándose.

Pero además, están los personajes nuevos y las historias que se van armando. La tradicional cafetería RR, entrañable por sus tartas y por el delicioso café, ahora es un pálido marco en el que la hija de Shelley pide dinero para mantener a su novio drogadicto, como si amagara una incipiente versión actual de Laura Palmer. Al mismo tiempo, se mantiene la línea de investigación sobre los horrendos crímenes con un valor añadido: un anillo perteneciente a Dougie es hallado en la autopsia (no olvidemos que el personaje pierde un objeto cuando cae en la habitación roja). Luego, en el bar, un joven rebelde con la facha de un James Dean oscuro da la impresión de tener negocios turbios en el lugar y es una versión más de esos personajes donde la violencia es exacerbada a fin de provocar un enrarecimiento manierista. A juzgar por los créditos (una forma de jugar con Lynch es fijarse en ellos) podría tratarse de algún pariente de los Horne.

En medio de la laberíntica estructura, Lynch continúa depurando magistralmente los diálogos entre los personajes. Hay uno imperdible entre Gordon Cole y Denise (la simpática versión travesti de David Duchovny) y otro sostenido por el hijo de Andy y Lucy, Wally Brando, y el sheriff, en un disparatado homenaje a Marlon Brando que recrea la pose corporal del protagonista de The Wild One (1953) y revive los códigos de TheGodfather (1972) en la figura de Michael Cera, quien comienza el intercambio verbal diciendo “Como sabe, su hermano Harry S. Truman, es mi padrino. He oído que está enfermo. Vine a presentar mis respetos a mi padrino”, una alusión a los modos de Corleone.

Y, más allá incluso de los diálogos y las secuencias narrativas que se acumulan, la serie ofrece algunos instantes de poesía absoluta. Cómo juzgar sino la hermosa escena en la que un Cooper extraviado con su traje verde durante el anochecer queda subyugado por una estatua, o el momento en que mira al hijo de Dougie y se le pianta un lagrimón. Son contrastes evidentes ante situaciones donde la violencia se extrema (como en el episodio en el casino donde unos tipos muy rudos fajan al encargado, con cameo memorable de Jim Belushi), otro modo de confirmar los claroscuros. Poesía y exageración. Alguna vez declaró Lynch al respecto:“Nunca describo la violencia de manera realista. La exagero un poco, no demasiado. La empujo hacia lo poético”

Mientras tanto, las puertas de la percepción siguen abiertas. Sálvese quien pueda.

El orden del caos. Capítulo 6

El capítulo seis de la serie actualiza con más fuerza  la amenaza que el caos ejerce sobre el orden. En principio, desde un punto narrativo, en tanto y en cuanto, la historia continúa abriéndose en abismo; luego, en el plano físico. El cine de Lynch propuso desde siempre la siguiente: entre el físico perfecto y el imperfecto media la infección, es decir, uno, el perfecto, supone el control (Jeffrey, Cooper) y el otro, la deriva y el caos emocional (Bobby Peru, el Barón Harkonnen, Frank Booth, el hombre misterioso). Ahora bien, entre ambos, media el agente infeccioso que altera los cuerpos y las apariencias, pierde el control y se transforma en otro. Este campo de la otredad ya domina por completo a la tercera temporada de Twin Peaks y el mal, esa entidad difusa y omnipresente, está expandido como nunca en cada rincón del universo.

No hay un atisbo de racionalidad desde que Cooper se ha calzado el traje verde y continúa extraviado en la cárcel del lenguaje y en un mundo de signos que no logra decodificar más allá de la intuición o la facultad imitativa. Cada una de sus intervenciones propone un doble efecto que oscila entre la risa y la perplejidad, la poesía y la tragedia cotidiana. La secuencia inicial del capítulo es de una tristeza tal que dan ganas de ir y abrazarlo al tipo, solo, frente a la estatua, de noche, sin poder articular palabras ni gestos coherentes, conducido por un guardia a su casa. Ya inserto en la nueva lógica familiar (la suave música de Badalamenti se ha apagado), la exasperación provocada por el absurdo generan esa angustia que Lynch estira como un chicle pero que por ahora no se resigna a abandonar. Por el momento, Cooper se toma todo el tiempo para recuperar los sabores del café y de la comida, para descubrir gestos y adquirir en cámara lenta el habla. Sus momentos parecen ser aquellos en los que comparte juegos con el pequeño hijo impuesto. Luego, su cable a tierra con la habitación roja pasará por los esporádicos encuentros con el manco y algunas palabras a descifrar (como las que dan origen al título del episodio, “No mueras”)

Esta caída al pozo del caos, deja una luz (por cierto inesperada) cuando vemos apenas unos segundos el cuerpo de espaldas de Diane en la piel de Laura Dern. La voz de la serie, la mujer que oficiaba de interlocutora de Cooper y a la que jamás habíamos visto, ahora se materializa en una especie de femme fatal con peluca y pose glamorosa ante el llamado de Albert (previamente se escucha a Gordon Cole refiriendo la importancia del encuentro al que califica como “ese trabajo”), quien entra empapado a un bar despotricando contra Gene Kelly y Cantando bajo la lluvia (otro de los guiños cinéfilos que deambulan por la temporada). Es la gran estocada de Lynch para los fanáticos; dura unos segundos y queda picando como tantas otras cosas.

Sin embargo, lo que prevalece siempre es el lado B de la serie original, la aparición de los signos que confirman una amenaza y la ligazón fundamentalmente con la película Twin Peaks: Fuego, camina conmigo. En un plano volvemos a ver ese semáforo colgando de noche que tantas desgracias vaticinaba, pero jamás hubiéramos esperado que lo que vendría se atreviera a desafiar como nunca la añoranza del idílico pueblito en medio del bosque. Hay dos o tres momentos que son difíciles de digerir y conducen el horror hasta un límite incluso paródico (si hay algo que a lo que se anima Lynch es a usar el medio televisivo para demoler el funcionamiento narrativo y empático de las series vigentes: ¿quieren una historia?, la respuesta es la fragmentación; ¿quieren terror, sangre?, la respuesta es un asesino que revienta a puñaladas a una mujer; ¿quieren sensacionalismo, llanto,dolor?, la respuesta es un accidente donde muere un niño frente al desgarro de su madre. Todos segmentos, por supuesto, enrarecidos por la música y la puesta en escena).  Aún en secuencias donde el relato parece más clásico o lineal, se usan convenciones narrativas complejas. También alteran el sentido narrativo  los planos misteriosos, insertos dentro de una lógica abstracta (influencia de este arte). Se trata de un uso puro cinematográficamente hablando, de la misma manera que un pintor abstracto sabe distribuir las masas y los trazos componiendo un cuadro y creando las tensiones necesarias en su superficie, aun cuando la imagen no representa nada reconocible. Una charla como la que vemos entre gángsters (con una referencia al Frank Booth de Terciopelo azul) deriva en una serie de gestos y palabras que dilatan la escena y preparan el campo para la aparición de una violencia irracional que dominará todo el último tramo del capítulo que incluye, entre otros personajes, al querido Harry DeanStanton, testigo del mencionado accidente y cuya presencia recuerda su participación en Twin Peaks: Fuego, camina conmigo (él vive entre remolques, el lugar donde desapareció el detectiveChetDesmond interpretado por Chris Isaak).

Uno de los ejes rectores del terror como género es la invasión de lo siniestro para trastocar la normalidad establecida. No obstante, desde el punto de vista clásico el orden puede ser restablecido mediante la eliminación sistemática del elemento perturbador. Sobre la base opuesta de esta tendencia construye su poética Lynch, reelaborando las nociones del policial, la roadmovie, el melodrama, estructurándolos en torno al eje rector del género de terror clásico. Derivado de lo anterior, la descripción de la placidez insoportable de un pueblo americano es corrompida por el descenso a un abismo monstruoso. Los dos asesinatos mostrados en este episodio evidencian un tipo de crudeza no apta para estómagos sensibles, al borde de la provocación.

Desde el inicio de la temporada varios personajes devienen como si fueran las piezas del cuerpo de Bob, versiones fraccionadas de un mal que envuelve al mundo y empapela cada rincón de la existencia. En este caso, un joven desquiciado y violento ni repara en el acto terrible que acaba de cometer; más tarde, un asesino a sangre fría se despacha a una mujer en la oficina donde trabaja Dougie (o sea Cooper), en un cruento movimiento que desata la perturbación. A esta altura está bien claro que nadie estará cómodamente sentado en el sillón frente a la pantalla nunca más. Solo bajamos el tobogán de siniestra adrenalina con el cierre musical de cada episodio cuyo contenido sensorial y canciones alternativas caen como chutazos de heroína.

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