FICIC, FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE INDEPENDIENTE DE COSQUÍN. LOS POETAS

Uno de los placeres que acompañan la estadía en Cosquín es acudir temprano a una legendaria confitería llamada La Europea. Es el marco ideal para planificar el día y degustar algunas exquisiteces dulces, especialidad de la casa. El lugar parece atendido por los propios dueños. Lo anterior se comprueba cuando uno advierte sobre la pared los cuadros con las típicas fotos rosadas o en blanco y negro con los semblantes de la tradición familiar. La decoración es muy simpática y acompaña temáticamente al festival. Se trata de un punto de partida estimulante para comenzar el recorrido por las salas.

Los poetas

César González y Raúl Perrone estuvieron en esta novena edición del FICIC. El primero acompañó el estreno mundial de Lluvia de jaulas, su última película; el perro siguió desde su patria, Ituzaingó, Corsario. Me atrevería a confirmar que son dos casos únicos dentro del panorama del cine argentino en la actualidad, dos directores que, con recorridos e historias diferentes, están pensando el cine de un modo alternativo ante la repetición de fórmulas ancladas en un modelo de representación institucional (llamémoslo independiente) que no logra salir de un centralismo topográfico urbano con personajes a la deriva existencial. Es en este sentido que, tanto Perrone como González (y otros pocos directores) se corren hacia territorios que no solo conocen bien, sino que hacen visible sin resignar sus improntas autorales.

No es la primera vez que Perrone alude a Pasolini, pero lo que hace tan singular a Corsario es la posibilidad de construir una biografía icónica. Por supuesto no se trata de una sucesión de hechos cronológicos ni mucho menos, sino de la captación de dos o tres aspectos que representan la genial naturaleza del gran director italiano. El primero de ellos es la combinación del cine con la poesía. Ambos lenguajes recorren toda la película en diversas circunstancias, ya sea en un prólogo cuyo marco es un cásting donde los candidatos leen versos, son observados en sus movimientos para un filme potencial o en esa voz que recita en ciertas ocasiones estratégicamente incluidas. Segundo, porque allí están los raggazzi di vita comidos por la cámara a medida que caminan por la calle, dialogan y son seducidos. Tercero, porque se da cuenta también del trágico final pero en una secuencia maravillosa donde el reflejo de unos chicos en skate atraviesa el cuerpo tendido del Pasolini actor. Nuevamente Perrone sorprende y actualiza signos del universo del cineasta con las marcas del presente, no solo de la patria, Ituzaingó, sino con los chicos cuya identidad sexual se abre de un modo impensado en los setenta pero que hubiese sido celebrado por Pier Paolo. A todo ello, y tal como viene ocurriendo en esta etapa de su carrera, hay que añadir el carácter experimental de las imágenes, que oscilan entre fragmentos con el foco al límite y otros cuya nitidez naturalista contrasta fuertemente. El uso de una cámara estenopeica confirma la movilidad incesante y la exploración de Perrone, más inquieto que nunca.

En cuanto a Lluvia de jaulas, obliga a pensar la manera en que ciertos espacios han sido abordados desde el cine argentino. Las películas de González hasta hacen quedar como un relato institucional con fórmulas industriales a la emblemática Pizza, birra y faso (1998) de Caetano y Stagnaro. Tal vez sea una exageración, sin embargo, el acercamiento a ese espacio popular de la villa como zona fronteriza bajo la mirada de su joven realizador es de lo más estimulante en las últimas décadas. Y es un gesto estético como político. Lluvia de jaulas representa un salto cualitativo con respecto a los títulos anteriores. Esto no quiere decir que sea el mejor, pero sí aquel que ratifica la sensibilidad para cruzar violencia y belleza a través de una lente que nada le debe a quienes vienen de afuera (con mucho dinero aportado por productoras privadas en ciertos casos) para construir sus tramas melodramáticas acomodaticias a un público habituado a esos modos narrativos. El dinero no garantiza creatividad. Una verdad tan vieja como el origen mismo del cine. Perrone y González lo saben y dan una respuesta para ello.

En esta oportunidad el principio formal es la observación documental a partir de una cámara que se integra al espacio, que conoce todos los recovecos de la villa, capaz de mirar esos rituales cotidianos donde un arma puede estar sobre una foto de Chaplin, o donde una bellísima cortina de lluvia parece apaciguar situaciones de violencia forjadas desde políticas represivas de un Estado ausente. «Soy turista en mi propia ciudad» dice uno de los tantos jóvenes retratados que recorre las calles ante la esquiva mirada del resto. La conciencia de clase es un punto crucial de este ensayo poético y no solo desde las imágenes, sino mediante una voz en off que ensambla la reflexión filosófica con un uso muy interesante de la banda sonora. No hay bibliotecas ni espacios académicos acá. En los ambientes precarios, un libro de Marx está al mismo nivel que un dibujo de Hegel sobre la pared. Pocos son los cineastas capaces de integrar un saber con una experiencia colectiva desplazada, invisible y castigada. Y posiblemente César González sea el único capaz de mostrar qué significa ser villero y qué es la villa, contrariamente a la construcción discursiva mediática y a ciertas maneras de representación en el cine argentino.

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