Sobre algunas películas latinoamericanas. Apuntes aleatorios. Primera parte.

Revisar, revolver cajones (reales o virtuales), verse a la distancia, son acciones frecuentes. Nuestra mirada se transforma con el paso del tiempo y ciertas cuestiones que uno ha planteado se podrían someter a discusión tranquilamente. Pero siempre he confiado en las intuiciones o en esas impresiones que dirigen la primera escritura revuelta e intensa. El siguiente recorrido es totalmente azaroso y tiene como nexo esta parte del continente. Por otro lado, tal vez se advierta un estado de preocupación con respecto a una serie de constantes en el desarrollo del cine latinoamericano, a saber, las relación entre estética y política, las decisiones formales y sus vínculos con lo social y las reglas del mercado, incluyendo los Festivales. Ahí vamos.

El verano de los peces voladores de Marcela Said (2014)

Me había gustado su documental El mocito, donde la directora seguía a un empleado de represores durante la dictadura chilena, a pesar de alguna que otra situación forzada para subrayar  rasgos del personaje en cuestión. Pues bien, esta dificultad se pone más en evidencia en esta película a través del trazo que se utiliza para oponer clases y dibujar un esquemático microuniverso social. El punto de vista está focalizado en una joven hija de terratenientes, llamada Manena, quien parece cruzar de vez en cuando la frontera del cerco que delimita su padre para tomar contacto con los “otros” (integrantes de la comunidad mapuche). Y este es el problema de la película, pretende sostener una postura políticamente correcta y lo hace desde el conformismo y el confort de su protagonista. Said se encarga de mostrarnos lo desagradable que son los ricachones propietarios de esa casa en la montaña, rodeada de un lago hermoso y cuán injustos son con los pueblos originarios. Su cámara se regodea en la belleza de la bruma, de los paisajes, crea climas y hasta persuade con un tratamiento espacial interesante en cuanto a su inconmensurable existencia. Sin embargo, y pese a mantener una tensión a punto de estallar, todo se reduce a un planteo liviano, sin ningún cuestionamiento que sacuda de verdad, es decir un regreso a la cómoda conciencia burguesa y estética.

A memória que me contam de Lúcia Murat (2013)

Uno puede disentir con ciertos procedimientos de puesta en escena que hacen un poco de ruido pero no discutir la pertinencia, la sensibilidad e inteligencia de Murat para discutir la idea de militancia y de guerrilla en el presente. Independientemente de la postura ideológica de la directora, la riqueza discursiva de sus personajes, el cuidado con el que los trata, sus puntos de vista determinados por diferencias generacionales, ya hacen de este filme algo necesario y por qué no, entrañable. Viejos amigos de la guerrilla vuelven a verse las caras a partir de la muerte de uno de ellos (que aparecerá materializado, tal vez, el en el recurso más discutible de la película). Confrontación de pareceres, de roles, de utopías pasadas, batallas perdidas o ganadas, son temas que se debaten y que invitan a debatirse a partir de lo que dejó la dictadura, en un mosaico fragmentario, de emociones cruzadas, pero que mantiene la idea de afecto, de amor, en un marco de revisión de ideas.

Choele de Juan Sasiaín (2013)

Un paso atrás respecto de La Tigra, Chaco, película codirigida con Federico Godfrid, Choele ofrece un engranaje reparador a partir del seguimiento de tres personajes, padre separado, un niño simpático y la inquilina novia que viene a interferir entre ellos. La cámara capta momentos y transmite una vitalidad luminosa cuando mira a sus criaturas con un cariño que no puede disimular nunca. Ahora bien, si las imágenes trasuntan humanidad, la innecesaria música omnipresente entorpece bastante ese acercamiento y se transforma en un mecanismo un tanto manipulador. El filme es correcto pero parece muy calculado, como llevado de la mano por las necesidades de obedecer más a pautas industriales o manuales de escuela de cine que a riesgos personales. Todo aquello que funcionaba bien en el film anterior, por su espontaneidad, en este se diluye. La gracia y el humor pretenden ser naturales pero las pequeñas situaciones y líneas de diálogo que los promueven no logran ocultar su origen: puro cálculo. No está mal, es un buen antídoto frente a tanta historia argentina de “palermo hollywood”, pero resta. Eso sí, la modulación de los personajes es casi ilegible y apenas se escucha, un signo llamativo dentro de un esquema cauteloso.

Los insólitos peces gato de Claudia Sainte-Luce (2014)

Los primeros minutos de la película son una buena señal y marcan la pericia técnica de la directora para crear ambientes. Sin palabras y con una destacada edición de sonido, tenemos el universo cotidiano de Claudia, la joven protagonista, un tanto ominoso, oscuro y opresivo, producto de una rutina que la consume. Un ataque de apendicitis la lleva al hospital y allí entabla relación con Martha, quien padece una enfermedad irreversible, y sus hijos. Hay que decir que el encuentro es un poco forzado y que los resortes dramáticos que hacen avanzar la historia no están muy aceitados que digamos. A favor: pese al tema delicado, no hay estallidos emocionales ni golpes bajos (más allá de una secuencia final un poco alargada). En contra: no puede obviar la previsibilidad de las situaciones ni la floja evolución de los personajes. No obstante, el buen manejo de cámara para marcar la entrada y salida de los espacios asfixiantes, una buena puesta en escena más precisas pinceladas sobre lo privado como enlace hacia lo social, justifican la visión de esta ópera prima mexicana.

LAS ACACIAS de Pablo Giorgelli (2011)

La película de Giorgelli es noble por cuanto apuesta a un modelo narrativo simple, con personajes creíbles, con momentos que viran hacia un realismo casi documental. También es un desafío técnico importante por la cantidad de minutos que transcurren dentro de un camión en marcha para detenerse en la relación casi silenciosa de una joven, su bebita y el hombre que debe llevarlas desde Asunción hasta Buenos Aires. Previo a ello, le debemos un hermoso contrapicado sobre unas acacias. Tal situación parece invitar al género de road movie, sin embargo, la escasez de lugares o paisajes devela que las intenciones del director pasan por desarrollar con solo algunas líneas de diálogo la pequeña evolución (¿amorosa?) de los personajes. Esta actitud es un buen contrapunto frente a cierta idea de cine argentino industrial, pero no evita que tanto cálculo estético, basado en los supuestos de la sencillez, sea como una especie de trabajo práctico para circuitos festivaleros como Cannes. En relación a otros antecedentes, en este sentido, no aporta demasiado.

El hombre de Paso Piedra, de Martín Farina (2015)

El escenario es un paisaje solitario del suroeste argentino. El personaje en cuestión, Mariano Carranza, un hombre mayor que fabrica ladrillos, al margen del ruidoso mundo civilizado, anclado en su natural entorno. Más allá de la riqueza que pueda tener el objeto de representación en sí, es la sensible y particular mirada de Farina lo que prevalece, con su cuidadoso acercamiento y su constante búsqueda poética a partir de lo cotidiano. Lejos de la invisible arrogancia y de la apabullante primera persona, lo que hace el director es diferente: toma el rodaje como experiencia y se involucra al punto de que él mismo forma parte de la historia de Mariano en el tiempo que les toca vivir juntos. En esa dirección, hay una serie de decisiones que se toman y que enriquecen los materiales con los que se trabaja. Una de ellas, tiene que ver con la manera en que se ensamblan los planos visual y sonoro. Podemos escuchar los diálogos que sostienen los personajes, con interpelaciones generacionales y palabras de camaradería, mientras las imágenes nos llevan por los caminos de la naturaleza misteriosa, insondable, transformada con el ojo de la cámara. La lógica del plano/contraplano se desarticula incluso en un momento y se expande, se fragmenta, para evadir la rutina del registro. Mientras las palabras que intercambian conservan las huellas de lo real, la mirada instala una dimensión misteriosa.
Otro acierto es que el notable trabajo con el sonido en cuanto a la música, nunca anula al de la naturaleza. Hay una hermosa secuencia donde el documentalista/personaje sigue a Mariano a través de unas ramas secas. Allí conviven ambos registros sonoros en armonía y la escena es un buen ejemplo de núcleo de sentido en cuanto a la elección de cómo encarar esta película: seguir sin abrumar, no perder de vista nunca la historia que se elige mostrar.
Hacia el final hay un gesto que dignifica y emociona: una vez ausente Mariano, el director pide al encargado filmar en el cementerio donde se halla enterrado y se refiere a su “amigo”. Más allá del juego con la representación y la señal autorreferencial, la carga emotiva de esa palabra confirma la importancia del vínculo, lo que termina por conferirle a esta experiencia documental el carácter decididamente humano sin desdeñar su riqueza estética.

 

Garoto, de Julio Bressane, 2015

No es de fácil acceso el cine de Bressane. Esto, lejos de ser un impedimento, va como elogio en un mapa donde predominan los lugares comunes, aún en festivales de prestigio. A lo largo de su carrera ha construido un modo de expresar con imágenes que se sostiene siempre en los bordes de un cine experimental, poco complaciente con el gusto masivo y más preocupado por establecer una genealogía con grandes nombres a través de la cita o de la representación en pantalla. De este modo, en Miramar (esa película que escandalizó a varios en una edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata por el año 1997) un personaje nos muestra un libro de Sergei Eisenstein y cita a Cocteau. Luego, en Díaz de Nietzche en Turín (2001), el filósofo es retratado en la intimidad durante su estadía en la ciudad italiana en 1888, etapa donde escribe los mejores textos. Bressane obvia las reglas de cualquier biopic convencional para captar la sensibilidad del hombre en un lugar que se le presenta propicio para sus desbordes intelectuales. Se trata de un notable ensayo, sin diálogos, en el cual se destaca la imponente figura de Fernando Eiras con exacerbados bigotes y  ceñuda mirada.

Dos años más tarde, Film de amor propone una película de cámara, asfixiante, en la que tres amigos pasan un fin de semana encerrados en una habitación. Es la forma que tienen de enfrentar la rutina y entregarse a un juego de representaciones en la que prueban diversos juegos en torno al sexo y al amor. Las pocas palabras que pronuncian los protagonistas son filosas y sientan posición. Una de las mujeres advierte: “Una lengua es un modo único de sentir el mundo”. En el universo creativo de Bressane, la cita es un elemento ineludible para constituir “esa lengua”, por eso no es de extrañar que en Garoto tome como punto de partida a Jorge Luis Borges, el escritor por antonomasia en términos de apropiaciones y de reescrituras. Básicamente se trata de una historia de amor que parte del cuento El asesino desinteresado Bill Harrigan, publicado en Historia universal de la infamia en 1935. La adaptación es libre y las palabras borgeanas son reemplazadas en todo caso por una exploración visual de los estados de una relación de pareja. Ya desde el comienzo, el plano detalle de una tortuga fuera de foco nos prepara para un terreno donde los significantes circulan sin tener que apresarlos en significados ocultos. A continuación, alguien indaga unos dibujos a oscuras y se escucha “secuencia uno, toma uno”.   La voz del director da instrucciones acerca de los ángulos más convenientes, oficiando de intermediario entre la pantalla y los espectadores, cuya paciencia es llamada a hacerse efectiva en el acto de mirar. Y entonces aparecen los actores en pose, como si fueran objetos de representación pictórica, que juegan (una vez más en el cine de Bressane) al amor. Mientras se mueven por un lugar edénico, encantado, ella lee partes del relato de Borges, obedeciendo a una máxima: los lugares de enunciación se dan en situaciones de trance, de alucinación, alejados de la civilización. Pueden ser cuartos cerrados o campos abiertos, pero jamás obedecen a una temporalidad definida. En esos marcos, las pulsiones se liberan y el deseo se suelta creativamente para que la sensualidad y la sexualidad gobiernen sus actos, que van desde la mirada al roce, como de la caricia a una fellatio a la cámara.

De Borges rescata Bressane  un crimen. De repente, la pareja acude a la casa de una mujer, un entorno burgués. Dos hacen el amor y uno mira. Y si el tres es un número importante, no será posible para siempre. Entonces, aquello que se ama también se mata. En el film implica una ruptura y una consecuencia que obliga al cambio de locación, como si los personajes hubieran sido expulsados del paraíso. En este segundo tramo, los recorridos conducen a una típica escena borgeana que el director plasma con enorme sensibilidad: un horizonte al atardecer mientras suena un bolero. Se trata de un momento poético, de fuga radical, de un cineasta diletante. A esta altura, el despojamiento es total y el llamado al espectador, es el de la selva del cine, el instinto primitivo de quedar embelesado por las imágenes y los sonidos. De eso se jacta, fundamentalmente, Garoto. Y con orgullo.

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