FESTIVAL FRONTERA SUR 2020. SEGUNDA PARTE

Vitalina Varela , de Pedro Costa, 2019

La palabra documental le queda chica a Costa, por lo menos en un sentido convencional. La otra es denuncia. En todo caso, está la posibilidad de resistir. Resisten sus personajes en Cabo Verde, en una Lisboa oscura, pero también resisten porque hay un cineasta que los inmortaliza en pantalla, que les confiere un universo estético y simbólico como si se tratara de un imperativo ético que todo realizador comprometido debería tener en cuenta, a menos que se resignara al juego de la porno miseria.  Vitalina Varela continúa un itinerario que comenzó en Cavalo Dinheiro (2014)  y es una película sobre un regreso y un duelo, representado una vez más con interiores espectrales, susurros y una utilización única de la luz para dar forma a un mundo en penumbras. Si la noche parece eterna es porque la existencia misma de los personajes es un pantano de marginalidad. La escena que muestra la llegada de Vitalina a Lisboa es determinante por su ambivalencia. Mientras la abrazan le advierten que en Portugal no tiene nada, que se vuelva a donde estaba. El gesto de contención anticipa la fraternidad de una comunidad unida por la pobreza; al mismo tiempo, las palabras marcan la ausencia de un sistema capaz de hacerse cargo de la situación. No hay épica más allá de sobrevivir, la épica en la película de Costa está en su forma pictórica, que no es gratuita sino metafísica, y exige paciencia para quienes estén dispuestos a entregarse. El uso magistral de los primeros planos sobre el rostro de la protagonista, no solo confirma a Costa como un maestro del cine contemporáneo, sino a un pintor cuya paleta ha dado en la clave para representar la negritud en su estado más puro. Por supuesto que hay cálculo, sin embargo, nunca es gratuito. Es un gesto político y estético. Vitalina Varela propone un deleite, busca ese placer propio de las películas de terror, con sus pasadizos secretos, con expectativas y temores. La diferencia la ausencia de estallidos. La secuencia con la llegada de Vitalina construye una atmósfera de irrupción que se asemeja a un momento álgido de ciencia ficción o terror futurista. Hasta que adivinamos la silueta de la mujer, Costa ha dilatado notablemente la acción y creado una atmósfera vampírica. Por último, en varios aspectos, Vitalina Varela es una historia de espacios: el desmoronado domicilio de Joaquim en un barrio pobre de Lisboa; y una casa idílica que la pareja construyó a mano durante su visita final, presumiblemente en días más inocentes. El luminoso final abre una puerta quién sabe a dónde.

Blue Boy, de Manuel Abramovich, 2019

El corto de Abramovich en la medida en que pone en escena un pacto entre el documentalista y los personajes retratados, jóvenes trabajadores sexuales procedentes de Italia y Rumania, en Alemania. Sus rostros aparecen en primer plano, en silencio, mientras sus historias se escuchan en off. Los gestos y las reacciones de ellos mientras la cámara permanece suspendida observándolos ya son un espectáculo en sí mismo, no obstante, lo que prevalece es una lúdica relación de poder que el mismo realizador incluye más allá de cualquier pretensión de verosimilitud. Lejos de pretenderse testimonial, la puesta en escena busca un camino alternativo capaz de desarmar las relaciones entre voz e imagen.

Bocamina, de Miguel Hilari, 2019

Una puesta formal fuerte, bastante desangelada, estructurada básicamente en dos partes que podrían responder a tiempos diferentes. La primera ubica la cámara en el interior de una mina en Cerro Rico Potosí. Un grupo de trabajadores se desempeña allí y le permite al director generar esa sensación de lógica claustrofobia, aunque paralelamente es también una posibilidad de explotar una dimensión sonora interesante. La experiencia representa un desafío técnico destacable. Todo esto se da antes de mostrar primeros planos de los protagonistas (emulando un recurso a la película de Ben Russell, Good Luck) cuyo sentido se advierte en la siguiente secuencia donde un grupo de chicos y jóvenes miran fotografía del lugar en el presente. ¿Habrán muerto esos mineros? ¿Son sus antepasados?

La bala de Sandoval de Jean Jacques Martinod, 2019

Hay un nivel de enunciación que transcurre mediante el relato de un hombre, el protagonista del título. Es la historia de aquellos que transitan el peligro, una moneda corriente en las zonas periféricas de la selva ecuatoriana. Una voz en off que domina la narración con naturalidad en una dimensión intermedia entre la vida y la muerte, como si del alma en un limbo se tratase. En efecto, ¿se habla desde este mundo, desde otro, o desde una frontera? No importa. En todo caso tiene el encanto del misterio y la gracia dramática de un bolero. Ese sustrato popular que se afianza desde el plano sonoro se superpone con una experimentación visual a base de flashes multicolores, superficies granuladas e imágenes pictóricas que establecen su propio juego enunciativo también. Es interesante el resultado, sobre todo si se piensa en su corta duración y en una sección que apuesta por saludables riesgos.

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