La secta del Himalaya, de Sophon Sakdaphisit, 2023

Los problemas de vivienda son universales y no sólo por la explosión demográfica. El punto de partida de La secta del Himalaya nos resulta conocido. Una joven llamada Ning convence a su marido para alquilar su casa y hacer una diferencia económica. El costo es que ambos deben trasladarse a un modesto departamento en Bangkok con su pequeña hija. Las leyes del mercado no permanecen ajenas y gran parte del cine asiático ha sabido conjugar eficientemente los modos discursivos sociales con las reglas del género de terror. Desde el comienzo, la película se carga una larga tradición de ritos, sectas, lugares cerrados, seres endemoniados, gritos, con referencias que van desde El bebé de Rosemary (Roman Polanski, 1969) hasta Los pájaros (Alfred Hitchcock, 1963), caminando los pasillos también de El exorcista (William Friedkin, 1973). No obstante, de toda esa ensalada exhala una potencia visual que convierte a esta historia en un producto digno y llevadero. Y detrás de la cáscara genérica asoman temas como los lazos familiares, el artificio de un mundo gobernado por lo material y el derrumbe de subjetividades extraviadas en el devenir económico.

Una de las principales virtudes pasa por disimular y apaciguar el efecto que produce la acumulación de screamers. A medida que una serie de situaciones espantosas aparecen con todos los ingredientes que el Mal suele atraer (putrefacciones, olores, deformaciones corporales, cuervos), se abren dimensiones temporales y se diversifican los puntos de vista de modo tal que la película queda partida en dos mitades. Este procedimiento enriquece la perspectiva sobre los hechos y permite entender ciertas decisiones amparadas en las razones del corazón y en la desesperación. Por un lado, el presente macabro nos refiere la llegada de la secta liderada por una médica y su hija. Rápidamente sabemos que el joven marido ha quedado prendido y que luego la hija pequeña se sumará a los designios maléficos. Ning intentará rescatarla de ese infierno, pero en medio de su accionar, el relato retrocede dos veces y conocemos el derrotero del padre, el por qué llegó a tal circunstancia.

Cinematográficamente la película cumple y el subtexto dignifica. Al igual que en Invasión zombie (Yeon Sang-ho, 2016), en el fondo, es el dolor el que motiva la incomunicación y el horror el que despierta los lazos afectivos. Y aunque no lo parezca, nunca es tarde para restituir el amor. A veces, cuesta una vida.

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